diumenge, 13 de juny del 2010

Bar ( Nº 1 )


Dos inmigrantes africanos se amontonan sobre la máquina tragaperras. Es viernes y es día 1 del mes de julio. Así que acaban de cobrar algún subsidio, sueldo, ayuda o lo que sea que nuestro rico estado les regala. Se lo están puliendo sin miramientos en la tragaperras. Un par de viejos parlotean con el barman casi tan viejo como ellos. El barman friega plato tras plato y hace como que les escucha mientras los dos octogenarios parlotean a la vez sin escucharse entre ellos, sin prestar atención a los africanos con ansias de premio millonario, ni siquiera dirigen la mirada al televisor que escupe anuncios de crecepelo a todo volumen.

¡ Premio! Canta la tragaperras. Para el africano de gorra verde raída, sólo han sido diez euros pero su sonrisa ilumina unas cuantas manzanas a la redonda. Los viejos sólo hablan y hablan, no quieren ser escuchados ni escuchar. Sólo hablar y hablar. Es cuestión de tiempo que me levante, coja un taburete de camino hacia ellos y les golpee con todas mis fuerzas hasta hacerlos callar; en la espalda, en la cabeza, en los riñones, les golpearé hasta destrozarlos. Será una paliza tan brutal que terminaré sudado y exhausto. Lo único que me detiene es la duda de que sigan callados tras la paliza. Me veo asaltado por el pánico con el taburete entre las manos goteando sangre y sesos, mis zapatos ahogados en un charco de sangre y los dos abuelos sigue que sigue con la cháchara. ¿Y cómo es posible que sigan hablando con el cerebro desparramado en mis pies? No tengo ni idea. Pero estoy segurísimo.

El otro africano, de rastas cortas y electrificadas, echa monedas a la tragaperras también. Se van turnando con el de gorra raída. Echa monedas con una pose similar a la que un argentino adoptaría al escuchar un tango lejos de su tierra; como si cada moneda que le echa a la máquina su vida se acortase un segundo, sus recuerdos un año, su vida un lustro. Se turnan en tirar monedas pero solo hay uno que gane. Es cuestión de tiempo también que el negro de rastas amperiadas agarre un taburete y le reviente el cráneo a esa sonrisa iluminadora del negro de gorra verde raída.

Una rubia recién salida de una institución mental se inclina sobre la barra y entre maullidos pide una cerveza. El barman es tan viejo que ya no sabe lo que es follar. Lo de la institución mental no es porqué sí. Ella está loca seguro pues ¿quién entraría en un bar donde hay dos abuelos desangrándose y parloteando en sendos charcos de sangre? ¿Es que acaso no ve a un negro rastudo y a un blanco desquiciado (yo) con taburetes en las manos mojados de sangre y sesos?

Malditos locos. Maldito bar. Si pasase el demonio por aquí a ver la televisión, escapándose de su madre, mientras se pide un jodido carajillo de Terry, se sentiría muy feliz de ver que por fin nos hemos convertido en animales. Tiene muchas ganas de tomarse unas vacaciones.

El bar se adormece al filo de la medianoche. En una esquina se consume hachís entre risas y mareos. Son árabes y chinos. Aparte de por su odio a los americanos tienen en común su gusto por el opio. El barman parece más viejo de noche, espectro del whisky y de la no escucha me mira con tristeza, implora tantas cosas con sus ojos que me siento al borde del llanto más profuso que jamás haya experimentado. Se me hace un nudo en la garganta al mirar dentro de sus ojos negros como la noche, veo el dolor de la soledad, el hastío, las horas ante una fotografía familiar donde ya sólo está él, triste y abatido lucha por sobrevivir en un mundo que le espera con los brazos abiertos para devorarlo.

Miro la puerta de salida. Está abierta. Allá fuera no conozco nada, aquí me siento seguro como en un vientre maternal.

Además… estoy manchado de sangre y sesos.


Albert Fabregat

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